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La vida es de los tragones

Por Juan Raúl Casal

El chef

El chef ama su trabajo, pero nunca ha sonreído en su cocina. Tiene sueño, problemas de ira y un enfisema pulmonar no diagnosticado, fuma por la ansiedad. Cuando todos están sentados en su mesa en espera de su de su calzone, él hace llorar con sus gritos al pinche de 23 años que sacó tarde las cosas del horno. Imbécil.

Tiene muchos años que no se toma un sábado en la noche, es cuando todos van a cenar. La gente sale a darse un gusto a costa de la salud mental de los que cocinan. Qué importa que sean diez pelados encargados de alimentar a 75 personas, tienen prisa por comer su pasta marinera. Como este chef no es francés, le preocupa si la gente pasa un rato agradable en su restaurante.

De un lado de la puerta hay un novio que juega con su servilleta para no comerse las uñas, del otro lado el pinche con los ojos rojos de llanto pone el anillo en el postre. Se esforzó mucho en hacerlo, aunque sabe que no se lo van a terminar por irse a vivir el resto de sus felices vidas juntos. Olvidarán la celestial cucharada de crème brulée que probaron. Malditos ingratos.

Al salir del restaurante, el chef se disculpa con el pinche por ser tan duro. “La ola de gente de los sábados me jode los nervios”, le dice mientras prende el último cigarro de la cajetilla. De camino a su casa le cambia la cara, relaja su entrecejo, sonríe. Nadie se entera de lo bien que se ve feliz. Se tira en su cama y piensa en que cada vez le cuestan más estas jornadas de trabajo. Ama lo que hace.   

La cocina

No hace falta que la comida sepa bien, el pollo que está junto a la estufa se puede comer sin problema si solo se pone poco tiempo en el sartén ¡Ni siquiera necesita sal! Por fortuna a algún iluminado se le ocurrió ponerle harina, sal, ajos, pimentón, huevo, chile en polvo y meterlo a una olla llena de manteca. El coronel Sanders sonríe en algún lugar.  

Esta pechuga empezó como un alimento con muy pocos carbohidratos y lleno de proteínas, se convirtió en un delicioso intento de ataque cardíaco. Qué importa. Comer mucho de esto es suicidarse (nomás tantito) sin todo el drama de jalar un gatillo, además, se siente fantástico. Al sacar una pieza de pollo frito de la cubeta roja, el cerebro libera más dopamina que con algunas drogas. La grasa que queda en los dedos y los pedazos de cosas que pueden ser todo menos pollo son las sobras del placer de comer algo que es rico más allá de la necesidad.

Puro e innecesario gozo.  

En la plática

Era un milagro que nadie haya lanzado un golpe, esa mesa y su gente eran una tormenta que esperaba a soltar relámpagos. La familia te caga, pero es tu familia. Era imposible saber qué podía pasar primero: una bofetada a la cuñada del dueño de la casa; la cuchillada que la chica quería propinarle a su abuelo; o el coctel molotov que el nieto soñaba con darles a todos. Solo había silencio.

La abuela sacó el vino. Todos se tragaron los insultos que tenían en la punta de la lengua para darle unos tragos a sus bebidas. Hicieron los movimientos circulares con sus copas, algunos dicen que es para oxigenar el cabernet, pero ellos lo hacían para no verse las caras. Pasó un minuto sin que nadie dijera nada.

La tía rompió el silencio para decir que el vino estaba afrutado, todos asintieron. El padre fue a la cocina por la charola con queso y carnes frías. A todos les encantó. La golpiza que querían darse tuvo que esperar, no es bueno comer jamón serrano y roquefort antes de una pelea campal entre parientes. Lograron platicar de otras cosas, es imposible quedarse enojados frente a un plato de algo bueno.

Al final del día y la cena todos se dan cuenta de la misma cosa: la vida es de los tragones. 

Juan Raúl Casal Cortés

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